Tuesday, April 25, 2006

Acero japonés

Comenzaba a llover y los últimos rayos de sol de un atardecer de septiembre se filtraban a través de los pinos que había junto al camino que llevaba a su casa, la que lo había visto nacer. De repente se había curado de la enfermedad que había teñido su vida durante muchos años, durante casi todo el tiempo que llevaba vivo, la enfermedad de estar ausente. Estar ausente de la tierra que lo había formado como persona, como ser humano, la tierra donde cada rayo de luz, cada vaivén de las hojas agitadas por el viento, cada animal de la cuadra con el estiércol adherido a la piel como si fuese un traje de miseria, cada voz que le daba su madre o su abuela para llamarlo a comer o para mandarlo a por hierba para el ganado o para regañarlo por la cosa mas nimia habían forjado su espíritu como un herrero que forja una pequeña navaja a golpes pequeños, amorosos, de un herrero enamorado de cada pieza que forja, con sus manos, en su seno. Cada pequeño golpe era cada pequeña cosa allí sucedida. Y allí se encontraba, subiendo la cuesta de su casa como cuando era niño, con la cabeza gacha, mirando las piedras del firme desgastado, cerrando levemente los ojos para protegerse de la luz que le llegaba por entre los pinos y sintiendo la brisa, que empezaba a traer lluvia, sobre su rostro.

En los días que llevaba en casa no había hecho mas que recorrer los lugares que habían marcado su infancia, visitar a viejos amigos y hablar, hablar hasta la madrugada con alguno de ellos, con los que quedaban, que ya no eran muchos. Una inmensa felicidad imposible de describir lo invadía por momentos y lo paralizaba, sentía que todos los recuerdos y sensaciones que recordaba de aquel lugar le corrían por las venas como fuego, fuego que no quemaba, fuego de vida . Al cabo de unos segundos volvía en sí y seguía pensando en la cantidad de cosas que se había perdido encerrado en aquella fábrica maligna durante casi toda su vida. Hojas de cuchillo de acero japones, eso era lo que fabricaban. Los cuchillos cortaban bien pero a el le habían jodido la vida.

La vida no había sido fácil para él. A la edad en que apenas abandonaba para siempre su infancia había tenido que marcharse fuera, al extranjero, a trabajar, porque donde había nacido la gente se moría de hambre y de la humillación constante sufrida por parte de terratenientes y los de familiona, que los pisaban como si fuesen sapos muertos entre el barro. El había conseguido salir adelante con esfuerzo y callando, aunque múltiples avatares habían impedido su regreso. Se había casado y había tenido dos hijas. Sus hijas ahora tenían sus vidas y su mujer había muerto unos años atrás. No se había llegado a enamorar de ella pero lo habían llevado bien, el nunca le había fallado y el sabía que ella a el tampoco. Tampoco le hubiese importado demasiado, en su pensamiento siempre había estado su pueblo, aquel al que nunca había regresado desde su partida. Esa había sido realmente la mujer de su vida. Y había conseguido volver, al final, para pasar los últimos años de su vida, esperando que se portase con el al menos ahora, al final, y que no lo arrancase de cuajo de la tierra como había echo con su mujer, a la que no quería tanto, pero la que había sido su fiel compañera de viaje.

Había sido en la fábrica, trabajaba en la misma que el. Una tarde estaba barriendo en el almacén cuando una pila de cajas, llenas de cuchillos listos para embalar, se desplomó sobre ella. Toneladas de cuchillos de acero japones la aplastaron y decenas de ellos se le clavaron causándole cortes en todo el cuerpo. No había sido culpa de nadie, las medidas de seguridad eran las adecuadas y nadie había cometido ninguna imprudencia. Pero ella estaba allí, muerta, en medio de un gran charco de sangre, plagada de hojas de acero que se hundían en ella como tallos de las flores del mal. Tenía una salud como un toro, los médicos a menudo le decían que duraría cien años, pero allí estaba, muerta.

Aquel echo cruel y sin sentido le había echo pensar, destilando en densas y viscosas gotas un sentimiento claro, el no quería morirse sin regresar y no marcharse jamás. Aquel era un licor que lo emborrachaba de repente como a un adolescente en sus primeros coqueteos con los vicios de los adultos. Porque la muerte para el era como un cuchillo de acero japonés volando sin control por el universo, cortando de cuajo la vida de quien se cruza en su camino. No hay forma de predecir su trayectoria ni cuando ese cuchillo va a aparecer de repente, con su fuerza meteórica, para cercenarle la vida a cualquier infeliz que desfile por ella como hacemos todos, incautos, impotentes, como hormigas que guarda un niño en una caja de cartón y que pisa con el dedo cuando le sale del miembro, o como gallinas que se lleva en medio de la oscuridad una zorra loca y harta de vicio, aunque tenga su morada a rebosar, y el lo sabía bien.

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